Como en la metáfora "Viaje a Holanda" o cómo ser madre de un niño con discapacidad, veo a mis amigas ir y venir de Italia mientras yo sigo en Holanda. Tienen niños que van creciendo, cada vez son más independientes y me dan la buena noticia de que van a volver a Italia. Y me alegro un montón. Son libres para volver a decidir ser madres.
Mi útero quiere albergar vida de nuevo, pero no se lo puedo permitir. Cuando les pregunto a los médicos si se puede repetir lo de Retoño no saben dar una respuesta.
Yo no sé si mi hijo va a caminar o a hablar algún día. Y no quiero romperle las alas a otro ángel.
Y en estos momentos de tristeza me enraizo en mi hijo. Me abrazo a él como si fuese una madera en medio de un océano. Lo escucho respirar mientras duerme y yo duermo en su sueño. Aprovecho el aire que exhala para respirar yo. Su calor me alivia y el peso de su cuerpecito me tranquiliza. Y él es ajeno a todo. Es una sonrisa infinita, como su inocencia.
Y entonces me digo que las cosas son así, la vida sólo va en una dirección y no hubiese podido suceder nada de otra forma. Y me conformo.
Aunque a veces no. Quiero ir a Italia. Quiero tanto a Retoño que me gustaría querer así una segunda vez. Pero una vez en la que las cosas fueran distintas. Y fáciles.
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