A nadie nos gusta experimentar sentimientos de carácter negativo, pero si les das una vuelta de tuerca todos pueden tener una utilidad. Todos excepto uno, el miedo.
El miedo es de las peores sensaciones que puedo experimentar. Tener miedo ante una situación peligrosa puede estar bien porque te lleva a comportar de una forma prudente.
Pero el miedo a algo que no se puede evitar es algo horrible. No sirve de nada. No te ayuda a afrontar la situación. Te paraliza, te conduce a la tristeza y a la duda. Te hace dudar de todo y a tu alrededor es como si los sucesos comenzasen a ocurrir a cámara rápida.
Cuando tengo miedo mi entorno se acelera.
Me siento como una niña pequeña pero sin tener a quien acudir. Nadie espanta a un monstruo cuando eres adulta.
Me entran ganas de llorar, de esconderme, de huir. Pero no existe lugar al que escapar.
Porque el miedo está dentro y te acompaña aunque vayas al fin del mundo.
Pocas herramientas tengo para luchar contra esta emoción. Cuando llega me quedo quieta y espero a que se vaya.
El miedo que tienes cuando eres madre se multiplica por mil. Porque ya no sientes miedo por ti, sientes miedo por tu pequeño. Tienes que tomar decisiones por él queriendo hacer lo mejor para él pero sin saber con certeza qué es lo mejor. Ahí es cuando cunde el pánico.
Nadie te habla de esto antes de ser madre.
De la tristeza he aprendido cosas, he aprendido a escucharla, a respetarla, a tener paciencia con ella. A veces llega y le hablo, le digo "anda, has vuelto. Estás otra vez por aquí. Espero que sea una visita corta". La invito a un café o a un té, nos tomamos algo rico, unas galletas que nos gusten. Me quiero un poco más esos días, me abrazo y voy más lenta.
Pero con el miedo es todo distinto. No lo entiendo. No puedo razonar con él. No me enseña ni me aporta nada.
Odio el miedo. Me quedo quieta y finjo ser valiente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario