¿Sabes hijo? Tu eres perfecto.
Cuando me enteré de que eras distinto a lo que esperaba me disgusté mucho, no te voy a engañar. Y también tuve miedo. A ti. A tener que cambiar. A abandonar mi comodidad. A dejar atrás mi idea de perfección. De lo que esperaba que la vida me tenía que dar.
Pero el error no lo cometías tu. Era yo. Lo cometía mi mente, mi forma de pensar, mis ideas que se basaban en que las cosas sólo podían tener una forma.
La realidad es que naciste en un mundo imperfecto. En una sociedad donde prima lo bello, lo inteligente, lo rápido. Una sociedad de usar y tirar. De intereses. De superficialidad. De mucho material y poca emoción.
Estamos en la caverna de Platón y tu vienes a enseñarnos que ahí fuera hay otras cosas. Distintas, eso sí. Y habrá gente que no lo quiera ver, por eso no te aceptarán.
Pero ten paciencia. No todo el mundo es así. Hay gente que sí que le interesa lo que nos quieres mostrar con tu mirada inocente y tu felicidad contagiosa.
Tu risa tiene más valor que cualquier cosa que haya conocido antes.
No me equivoqué, tuve que cambiar por ti. Pero ese cambio que tanto me asustaba al final resultó ser bueno.
Por lo bien que me haces sentir cuando estoy a tu lado.
Porque completaste mi mundo.
Porque en mi ya no existe aquel vacío inmenso que tenía antes de que nacieses.
Porque me has hecho entender que las cosas sólo pueden ser de esta manera. Y que ya no deseo que sean de otra.
Porque me has hecho amar la "profesión" de mamá más que ninguna otra.
Porque después del terremoto que ocasionaste conocí la paz. La interior. Esa que vale tanto.
Porque el amor contigo cobró todo su significado. Porque te miro y siento que no te puedo querer más.
Porque te miro y no necesito más.
Porque sonries y me quedo embobada mirándote.
Porque me has enseñado que en la vida hay que disfrutar cada día, de cada pequeña cosa. Todo se puede aprovechar.
Porque tu eres mi perfección.
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